Crónica de una resistencia
Escribe Franco David Hessling
Fotos: Antonio Gaspar
La semana pasada la policía de Urtubey reprimió a miembros de la comunidad diaguita-kallchakí La Aguada, a quienes trató de usurpadores. No hace falta más que un recorrido de un día para subvertir el mantra que repitieron Lanata y Levinas: los usurpadores, en realidad, son los dueños de la bodega apañada por el Gobierno de Salta.
Un derrotero minado de cardones, que se surca en medio de los Valles Calchaquíes de Salta, conduce a un pequeño poblado donde la producción vitivinícola y el turismo son los engranajes capitalistas para aprovechar la fertilidad y la belleza paisajística. La altura sobre el mar genera sopor en quienes provienen del llano, no cuesta sumirse en una especie de letargo que torna todo un poco más pausado, que propicia los saludos entre desconocidos y que edulcora la contracara de lo estéticamente bello: la súper-explotación de las mayorías, la falta de infraestructura básica -pavimento y cloacas- y la desigualdad económica.
Comunidad La Aguada, en los valles calchaquíes.
A pocos kilómetros de los nevados, subiendo más allá de la plaza central de Cachi, se encuentra la comunidad diaguita-kallchakí La Aguada, que la semana pasada cobró relevancia nacional porque sus miembros fueron reprimidos por reclamar una usurpación de la Bodega Puna, propiedad de Javier Montero Alesanco, que sin ser necesariamente pariente de ninguno, lleva apellidos de dos ex funcionarios del gobernador Juan Manuel Urtubey (Javier Montero y Fernando Alesanco).
-Tamos hablando en primera persona, antes no existíamos. Nuestros abuelos estaban invisibilizados, en silencio -Jorge Burgos es representante de la comunidad El Algarrobal, unos 7 kilómetros más empinada que La Aguada y antes de Las Pailas, todas comunidades diaguitas-kallchakies.
-Claro, por eso este proyecto…-en referencia a la iniciativa de turismo sustentable que tienen en sus territorios, donde se recibe visitantes, se ofrece sitio para acampar, cabrito a la parrilla y producción local de especias y yuyos para el mate, como el cedrón o el burrito.
-No sólo eso -interrumpe Carolina Fabián, también miembro de la comunidad diguita de El Algarrobal-. Los hermanos tamos trabajando para mantener vivo lo que construyeron y nos enseñaron nuestros abuelos.
-¿Vio? Es como yo le decía -apunta Juan Condorí, delegado de la UPND-Salta (Unión de Pueblos de la Nación Diaguita de Salta).
En La Aguada viven unas 40 familias, según calcula Nemesio Fabián de 58 años, por estos días cacique de la comunidad que padece el intento de desalojo de la Bodega Puna. “El presidente-cacique lo elegimos en asamblea cada cuatro años, pero no es lo máximo, el poder mayor lo tiene la asamblea de toda la comunidad”, detalla Juan Condorí de 42 años, quien habla con una convicción digna de gran orador. A su lado está Manuela, también representante de la comunidad diaguita La Aguada, que de a ratos se le arrima al oído y le dicta partes que el entusiasta disertante se viene olvidando. Ella esquiva la mirada hasta que se le hace imposible y, entonces, devuelve una sonrisa que deja ver unos dientes que brillan con más fuerza por el contraste con su tez morena.
La mujer retraída de 35 años estuvo cerca de ser arrastrada por la policía el martes pasado, durante el accionar de la fuerza, que el precandidato presidencial de Alternativa Federal, Urtubey, defendió como garantizar la “seguridad jurídica”. El hermano de ella, Álvaro Casimiro, tiene baja estatura y el mismo contraste en el rostro que Manuela aunque en relación con sus ojos, redondeados, que se imponen como dos botones de contornos blanquecinos. Se acerca y no se apresura a contar lo que pasó el martes pasado, pese a que es evidente que los foráneos estamos en busca de ese relato.
Juan Condorí, en la radio comunitaria.
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Entonces charlamos de fútbol, acaba de terminar la final de un campeonato corto de los valles que se hace durante el verano, unos conocidos -como casi todos- y amigos -como sólo algunos- se acaban de consagrar bicampeones. Aunque omite responder de qué jugaba cuando todavía iba seguido a la cancha, sus explicaciones técnicas conducen a pensar que corría por una de las bandas y que tiraba centros a la hoya como Sorín en sus mejores tiempos. Sin que haya que preguntárselo, recae en el tema de interés y comenta que a sus hermanas, Manuela y Lorena (25), fueron golpeadas y zamarreadas por los efectivos. El borde de sus ojos se achina y se le dibujan unas líneas irregulares color escarlata alrededor del iris -o tal vez es lo que observa quien llega desde el llano y está inmerso en el sopor al que invitan los 3000 mil metros sobre el nivel del mar-. Denota bronca. “Nosotros no estábamos respondiendo las provocaciones, pero cuando vi que a mi hermana la rameaban por el suelo -señala hacia el terreno entre pedregoso y terroso donde ocurrieron los hechos- y me puse como loco, ¿usté qué hubiera hecho?”.
Descarnado
-Estábamos nosotros ahí y vinieron así, rápido, y nos empezaron a agarrar para llevarnos -rememora Manuela.
-Se lo llevaron primero a Ulises, que estaba filmando, lo pillaron del cuello -Néstor Casimiro, uno de los que luego estuvo detenidos, se enrosca el cogote con su propio brazo-. Y bueno, ahí ya empezamos nosotros también pue.
Juan Condorí y Néstor Casimiro con el cronista.
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Manuela asiente lo que afirma Néstor, con quien comparte apellido, pero no parentesco. Aprovecha que la relevan para llamarse al silencio otra vez. Los hombres vuelven a tomar la palabra, se superponen, están ávidos de contar lo ocurrido en la represión.
-¿Pero a vos qué te pasó? -un silencio se constituye en oportunidad para volverla a interpelar.
-Me agarraron los policías y me pisaron los pies para que me caiga, yo estaba con mi hermano y nos abrazamos bien fuerte para que no me pudieran arrastrar.
-¿Y las policías no pudieron tirarte?
-Eran varones, no me agarró ninguna mujer. A mi hermana sí, a ella la fueron a buscar las femeninas. Y a mi hermano lo apedrearon.
-Sí, hasta el comisario tiraba piedras. Y eso que ellos eran más que nosotros -acota Néstor.
A él lo capturaron y estuvo detenido unas seis horas, hasta las 3 de la tarde de aquel martes. Entre las vejaciones sufridas recuerda que lo tiraron al piso y se le pararon encima. En ningún momento dejaron de intimidarlo con amenazas, igual que a toda la comunidad, tal como resalta Lorena, docente de Cachi, quien admite que a una allegada suya la amenazaron con que le desaparecerían las dos hijas si iba a protestar contra la bodega. Néstor es menudo y de espalda angosta, como si nunca hubiese desarrollado la caja torácica a la manera en que lo han hecho todos los demás, acechados por la falta de oxígeno. No pasa el metro setenta y está por debajo de su peso normal.
Un video que muestra Miguel Plaza, delegado de comunicación con identidad, da cuenta de cómo uno de los jerarcas que manejó el operativo ordena avanzar tras salir de la Bodega Puna, apostada frente a los terrenos que la comunidad usa para secar pimientos. La combinación entre comunidades originarias y trabajadores con ideas progresistas posibilitó que los atacados manejaran mejor la situación: viralizaron los videos de modo rampante consiguiendo que medios nacionales recojan la noticia a las pocas horas, lo cual generó presión suficiente para que los presos fueran liberados el mismo día.
La institución azul no presentó ninguna orden judicial para ejecutar la represión, fundamentaron que actuaban de oficio porque el dueño de la bodega les había mostrado un título de propiedad sobre las tierras, por lo tanto, desde el prisma ortiva, las comunidades estaban cometiendo un delito flagrante.
La disputa
En el año 2011, el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI) llevó a cabo un relevamiento de la zona para delimitar la posesión de las comunidades de Cachi, Salta. Se suponía que luego de eso se venían las titularizaciones comunitarias-jurídicamente no es lo mismo titularizar que poseer-, pero ese derecho no fue garantizado hasta ahora. Entonces, esos terrenos fiscales siguieron vendiéndose a espaldas de quienes los habitan ancestralmente.
Jorge Burgos y Carolina Fabián de El Algarrobal.
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Así fue que en el año 2012 desembarcó la Bodega Puna en la zona de la comunidad La Aguada, con aval del Gobierno de la Provincia, durante el segundo mandato del esposo de Isabel Macedo. “Ellos [la bodega] se pusieron en 25 hectáreas que son nuestras, y nosotros no nos resignamos, sólo que en ese momento estábamos en conflicto con otras dos bodegas [Miraluna y El Molino de Cachi] y decidimos priorizar esas luchas”, reseña Juan Condorí y añade: “Esos terrenos son nuestros, como dice el relevamiento del INAI. En ese momento permitimos que la bodega use esos terrenos, pero nos prometimos que no iban a avanzar más allá del camino que va al Algarrobal [la comunidad diaguita-kallchaki que está pasando La Aguada]”.
Hasta fines del año pasado esa situación continuaba: la bodega ocupaba 20 hectáreas que estaban relevadas por el INAI como parte de La Aguada, sin extralimitarse más allá del camino al Algarrobal. Unas ocho familias del lugar trabajan para la Bodega Puna, la mayoría de ellas no se autodefinen como diaguitas-kallchakíes.
En las últimas semanas de 2018, la empresa vitivinícola empezó a ocupar el terreno de secado de pimientos de la comunidad, que además es un antigal, es decir, un lugar sagrado, milenario. El equivalente a expropiar el santo sudario o tener los derechos táctiles de la meca que todo buen musulmán debe querer tocar. El antigal es un espacio que se ha venido conservado por añares, con arraigo real en los pobladores y con un determinado modo de producción: comunitario con prioridad de auto-subsistencia. Las familias de La Aguada, Las Trancas y El Algarrobal, por sólo citar las de un sector en particular, enfatizan en la economía primaria -agricultura- de subsistencia, en primer lugar, y de intercambio, en segundo. En ese último grupo entran el pimentón -molienda del pimiento- y los porotos, por ejemplo.
Además de las 20 hectáreas que la Bodega Puna ya ocupa y que son de la comunidad según el INAI, la compañía empezó a trabajar con maquinaria en el antigal donde se secan los pimientos, que es una porción de tierra inmediatamente posterior al camino a Las Pailas. La firma de vid rompió el pacto que venía desde hacía un quinquenio. La bodega cuenta con un grupo de edificaciones que dan a la calle y que están rodeadas por viñedos. Son casas para ciertos administradores, oficinas comerciales y un espacio de atención al público, todas con fachada alta, columnas pronunciadas y un resonante blanco. Aunque las y los hermanos de La Aguada nunca atacaron esas construcciones, Lorena Proaño, delegada de educación intercultural, trae a colación que, como medida de amedrentamiento, en algún momento Puna había puesto reflectores para encandilar a los pobladores de la comunidad que viven al frente de sus instalaciones.
Tras la avanzada con máquinas de la bodega, allende al camino a Las Pailas, la comunidad presentó una denuncia por usurpación de su antigal para secar pimientos. Luego de ello, se abrió un proceso judicial -en la Fiscalía Penal de Cachi y en el Juzgado de Garantías 1 de Salta- que derivó en una convocatoria a mediación, el lunes antes de la represión, ya con la imposición “de no innovar” para ambas partes. Cuando regresaron de la audiencia, había custodia policial para topadoras de Puna que iban contra el antigal. Hubo una asamblea y se resolvió impedir pacíficamente la avanzada. Con esa actitud empezaron aquel martes de represión las comunidades diaguitas-calchaquíes.
Después de eso se interpuso una medida cautelar hasta una próxima audiencia que todavía no tiene fecha.
Comunidad
“Acá llega el diario y la AM-840 nomás”, indica Jorge de El Algarrobal. Un reciente editorial del diario El Tribuno, de la familia Romero, tuvo muchas repercusiones en Cachi. Jorge Cabral de 36 años es arqueólogo y la menciona mientras le pega un grito a su hijo para que no se baje de la vereda. Grita e igual mantiene la calma. Señala que La Aguada, contrariamente a lo que deduce El Tribuno, es una comunidad histórica y con mucha importancia en la preservación de restos milenarios. El investigador de Salta capital que lleva mucho tiempo trabajando en los Valles Calchaquíes, firma que si hay algo que destaca a esa comunidad es que ha podido imponer, a través de su propia práctica, leyes de protección del patrimonio cultural, social e histórico.
Nemesio Fabián, cacique de la comunidad La Aguada.
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“Lo primero que tomamos es la herencia y la continuidad histórica de pertenencia ancestral -explica Juan Condorí de La Aguada-, eso se hace por un proceso de auto-reconocimiento”. Menciona que se auto-reconocen en función de pautas culturales propias que se están reorganizando bajo la concepción de una continuidad histórica.
Además de los caciques que se eligen cada cuatro años por asamblea, y pese a que ésta sea el máximo órgano de decisión, hay otras formas de organización, como el CPI (Consejo de Participación Indígena). “El CPI es reconocido ante el INAI, organismo responsable del derecho indígena. Nosotros como CPI somos el nexo entre el estado nacional y el pueblo diaguita”, menciona Juan Condorí, que es delegado CPI por el pueblo diaguita en ese ente del gobierno comunitario.
La principal palanca conceptual para estas comunidades es la “identidad”. La autodeterminación como nación diaguita-calchaquí convoca a pensar el Estado argentino como plurinacional y empuja a los integrantes de la comunidad a reivindicar una tradición que no se imita, sino que se reactualiza. No caben, entonces, los argumentos de Jorge Lanata, Gabriel Levinas y El Tribuno sobre la falta de legitimidad de estos diaguitas para decirse diaguitas. La referencia en sus antepasados milenarios, por parentesco y/o por herencia territorial, habilita la “reorganización de pautas culturales” que hacen a su “identidad”.
Son las doce de la noche y suena una cumbia ensordecedora en el Club Fuerte Alto, hace pocas horas se consagraron bicampeones del torneo de los valles, tal como nos había avisado Álvaro de La Aguada a la tarde. El vino se trae en bidones, la algarabía trae confesiones de todos los integrantes del plantel, desde los jugadores hasta el técnico y el presidente. Las instalaciones del club en gran parte todavía son mampostería, el sonido hace vibrar las estrellas -más cercanas que cuando se está en el llano- y varios se abrazan y hacen glosas alusivas al club. Monólogos de borrachos contentos. El ánimo colectivo es tan efusivo que sólo hace falta llegar con algún conocido para ser aceptado en la celebración. Como falta techo se ve una luna sonriente que evoca la Luna de Avellaneda de Campanella. Club social, ese otro vínculo de cercanía, tan anclado también en la identidad, que a veces sólo lo creemos posible en las urbes. Diaguitas-calchaquíes que se defienden de la usurpación por desposesión y un festejo de bicampeonato, todo en unidad, aún en las diferencias. ¿Vos qué les vas a venir a enseñar de lazos comunitarios, Jorge?
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